PEDRO FIGARI

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PEDRO FIGARI por LINCOLN KIRSTEIN

(NEW YORK, 1946)
Para el Council for Inter-American Cooperation

         Gracias a las amplias posibilidades al alcance de nuestros museos, hay una  brecha cada vez menor entre la creación de la obra de un artista y su exhibición al público, sin importar lo especial que sea su imaginación o lo alejado que esté su taller de nuestras ciudades. Por ejemplo, es improbable que un importante pintor contemporáneo de reputación internacional no estuviera conocido al menos superficialmente a través de Estados Unidos una década después de su muerte. Mientras siempre hay sorpresas en primeras exposiciones individuales, parece que no habrá muchas novedades cundo nos muestren la obra de una vida de una mano personal y autoritativa.
         Pero, de golpe, tal es el caso con Pedro Figari, que murió en Montevideo, hace unos nueve años. Sin duda, a menudo fue apreciado con gusto por viajeros, y el Museum of Modern Art ha colgado uno de sus cuadros desde 1941, donación de Robert Woods Bliss, quien lo adquirió cuando era embajador en Argentina. Pero es un artista de muchas facetas, y se necesita más qie una docena de cuadros aislados para demostrar sus dones diversos y fascinantes. La gran serie de exposiciones retrospectivas, ilustrando su larga trayectoria, presentada por el Ministerio de Instrucción Pública de agosto a setiembre de 1945, ha hecho posible mandar a nuestro país una digna selección de sus pinturas. No cuesta mucho predecir que pronto Figari estará representado en muchos de nuestros museos y colecciones privadas, no como un artista “latinoamericano”, sino como el autor de pinturas deliciosas e intensamente sentidas.
         Pedro Figari puede también ser tema de un buen biógrafo, porque la suya fue una vida romántica y melodramática, cuyos avatares sugieren el publicitado misterio y tragedia incidental de ciertos artistas europeos, como Van Gogh o Gauguin. Ciertamente su obra, como su vida, tiene el estilo de lo posimpresionistas internacionales. Habiendo pasado muchos años en París, técnicamente sin duda recibió la influencia de Vuillard, y en un grado quizá superior, de Bonnard. Sin embargo, usando el lenguaje de la expresión avanzada de su tiempo, sus temas eran generalmente extraídos de su propia gran memoria – la obsesiva nostalgia de su propia infancia de un exiliado, y de la infancia de su país, a miles de kilómetros, a través del océano
Atlántico.
         Conviene, al aproximársele por primera vez, y apreciando su obra, saber un poco sobre el Uruguay. A menudo se llama a Uruguay la Dinamarca de Sudamérica, y tiene ciertas similitudes históricas con Holanda y Suiza también. Luego de un largo período de amargas guerras civilies, en años recientes la República Oriental ha disfrutado un régimen predominantemente liberal, en el que ha habido un activo progreso hacia la práctia social y la política democrática. Tradicionalmente, Montevideo es un abrigo para exiliados políticos. Su antigua colonia francesa ha asegurado apretados lazos con París. Su estratégica posición comandando el estuario del Plata es un símbolo de la vigilancia independiente del país, entre Brasil y Argentina. El pequeño país de la Banda Oriental tiene una vigorosa tradición en artes, letras y jurisprudencia, - tres ramas de actividad en que Pedro Figari se distinguió.
         Nació en Montevideo en 1861, de un linaje predominantemente de la Riviera Italiana. Fue rigurosamente educado en leyes, y como todo Montevideo lo sabe, a su servicio dedicó la mayor parte de su vida. En 1886 se recibió de abogado, fue acreditado como defensor de los pobres en lo civil y lo criminal, se casó, y viajó a Francia. Comúnmente se repite que Figari no empezó a pìntar hasta los cuarenta y siete años. En realidad, parece que pintó siempre. Sus tempranos y ajustados bocetos al óleo y acuarelas tienen un encanto no sólo académico. Su doble autorretrato con su mujer frente al caballete recuerda la experta intimidad doméstica de Manet y Degas. Es cierto que en la primera parte de su vida se consideró a sí mismo como un jurista profesional y un pintor aficionado, pero desde 1918 hasta 1938 sin duda pintó excluyendo las leyes y la escritura. En  la reciente retrospectiva en  Montevideo, una selección de todas sus pinturas fue mostrada en tres grupos quincenales; el catálogo enumeró unas 650 unidades, de colecciones públicas y privadas.
         Durante su carrera como servidor público, Figari afue el centro de una vilenta causa célebre, en la que se vio proyectado como un Zola americano. En 1895 se consagró a la defensa de un joven pobre, en el famoso crimen de la calle Chaná. El asunto del asesinato había sido prejuzgado con una espantosa unanimidad, tanto por la prensa como por el sentimiento público. Le costó a Figari cuatro años conseguir, no sólo la libertad de un inocente, sino una completa reivindicación de sí mismo, cuya reputación como diputado, consejero de estado, abogado y político había sido gravemente cuestionada debido a la brillantez, elocuente agilidad y hábil estrategia de su defensa impopular que también forzó una reforma del código criminal.
         Finalmente, sin embargo, se le restituyeron sus honores, y sirvió a su pais en Francia como consejero cultural, fundó con su hijo La Escuela Nacional de Bellas Artes (?) en 1911, y dos años más tarde publicó Arte, Estética, Ideal, la suma de su pensamiento filosófico y crítico. Los excelentes estudios recientes de su amigo, el distinguido historiador Arq. Carlos Herrera MacLean, el artículo en “Cuadros Americanos” por Jorge Romero Brest y la monografía de Giselda Zani, proveen un extendido tratamiento de su biografía y aportan bibliografías completas y catálogos de exposiciones y pinturas. Aquí sólo hay espacio para una palabra introductoria en cuanto a su pintura.
         Fue, antes que nada, un  pintor de un tiempo y un lugar. El tiempo fue la época desde l830 a 1860, cuando la antigua colonia que tres imperios europeos habían disputado entre ellos como perros un hueso estaba sufriendo desórdenes civiles intermitentes, esperando su surgimiento como estado independiente. Era la época de la vida americana de los padres de Figari como emigrantes, la epopeya del criollo, - amalgama platense de español, colonial, y quizá una gota de sangre guaraní, agregada antes de que todos los indios hubieran sido muertos o empujados al sur por batalla o masacre, aun antes de las guerras por la independencia. El lugar fue ya sea el puerto, Montevideo, la sede del gobernador, del dictador, el ejército, damas de soiedad o sirvientes africanos domesticados – ya sea la planicie, vastas pampas tachoneadas por el solitario ombú, el rancho con bailes en el patio, o la diligencia atravesando el pasto sin caminos, uniendo las estancias entre ellas y el pueblo lejano. Figari puebla este tiempo y este lugar con un recurrente reparto de personajes, las bandas de pioneros de las emigraciones tempranas, los primeros gauchos, sus caballos rústicamente domados, sus compañeros de baile o de pelea, perseguidos por los soldados, con sus cuarteleras, mandados desde las ciudades. También están las figuras del séquito del dictador argentino Juan Manuel de Rosas, su terrible policía secreta, y los poblados salones de la aristocracia que se le oponían.
         Figari pintó en series de temas. Primero están sus paisajes con altos cielos azul pastel, la amplia vibración del gran espacio aéreo, paisajes con un solitario ombú, o un grupo tipo oasis de esta planta robusta tan bien descrita por W.H.Hudson, enorme en sus extendidas ramas, que de algún modo acoge en su sombra la soledad de la árida nostalgia de la llanura. Hay paisajes con gauchos trabajando, sus caballos pintados salpicando el pasto con su blanco cuerino y acentos bermejos. Entre muchos otros, hay una imagen particularmente memorable de un caballo relinchando, salvaje, abandonado, el petiso animal criollo que Figari tan bien sabía entregarnos, atrapado en esta protesta estridente, como si se ahogara en un interminable mar de pasto. Hay paisajes que reciben su escala humana por la ubicación de estancias blanco cinc, las cuadradas y bajas casas-rancho, como terrones de azúcar contra el horizonte ilimitado, solas y cerradas.
         Hay una hermosa serie de bailes, atravesando la rueda del pericón nacional, en atardecer de mariposas o luz de luna de polillas, bajo montes de naranjos iluminados por faroles, o dentro de patios de ranchos, en campo abierto, o en cerrados patios urbanos, embaldosados y chorreando santarrita. Uno casi oye la guitarra rasgada con insistencia, los taconeos, y el acompañamiento con palmas, con sus personajes procesionales como molinos de viento – una especie de polonesa gaucha.
         Otra secuencia rica está dedicada a interiores domésticos e íntimos, algunos de la época colonial, pero los más llamativos ubicados alrededor de 1840, veladas musicales con damas de la Epoca Federal en miriñaques, chales y peinetones, sus amplios escotes repitiendo el vuelo de los alados  sofás de pao de rosa, y los cortinados simétricos de damasco, todos en rosado, escarlata, carmesí, - los colores que hasta los animales estaban obligados a llevar. Las mujeres están pícaramente caracterizadas, en parte chisme, en parte matriarcas, loros o brujas, mientras imponen a sus hijas elegibles o inelegibles, murmurando detrás de abanicos rígidos, bostezando a lo largo de reuniones interminables, acicalándose mamarrachescamente delante de grandes espejos, o sentadas en bajos silones hamanca, tomando el sol con perfume a limón en sus patios revestidos con cerámica de Talavera.
         Algunos pensaron sobre Figari como en  un Gauguin latinoamericano para los negros locales. Sin duda, muchas de sus mejores composiciones se ocupan de las costumbres de la gente negra que había bajado al Uruguay desde la esclavitud brasilera, aun antes de la temprana república, y que sed quedó como una colonia condenada, fantástica, servicio doméstico para una pujante clase de despachantes y mercaderes del puerto. Sus brillantes vestimentas y extraños rituales privados en sus casamientos y velorios son parodiados en una sombra de jungla semi-domada, el provincialismo elegante de sus patrones exiliados. Hoy en día, podría encontrarse una docena de negros en todo el Uruguay. No puede haber ni doscientos en Argentina; el clima terminó lo que las enfermedades y la esclavitud empezaron. Pero su mundo está inmortalizado en las series burlonas de Figari, - los hombres con sus altas galeras con crespones, mujeres con elaborados turbantes, avanzando como siluetas desparramadas hacia cementerios espantosos, seguidos por perros y gatos sarnosos, rosados y negros. O acechando en zaguanes, para surgir en festejo como reyes atávicos una vez al año, o bailando su candombe al ritmo de una batería de tambores de calabaza (?) pintada, batidos en un balcón alto, o sobre un patio, lleno como un charco agitado con vinchas magenta y gestos anmalescos. Los negros de Figari son menos estáticos que la gente de los mares del sur de Gauguin; de cierto modo menos decorativos, menos exóticos, más activamente reales. Sus teñidas paredes estucadas están manchadas con pinceladas semi-transparentes. Figari siempre pintó sobre un cartón absorbente, no en gouache sino en óleo, seco, un empastado ricamente escamado, aplicado levemente pero totalamente satisfactorio. La serie de negros se aproxima, en su fiero choque de naranjas, violetas, rosados y color café, la casi olorosa vibración de de la transplantada atmósfera africana, no fijada en un patrón chato idealizado sino fresco y flotando en el aire, como un repentino recuerdo de un incidente de una milagrosa e inolvidable infancia.
         Sin duda, sus pinturas son nostálgicas, pero no nos conmueve solamente su nostalgia. Después de todo, para nuestro ojo norteño más frío, no hay una conexión personal – el esplendor de sus revoques descascarándose, sus estucados cereza cuarteados, azulejos arruinados y mares de pasto – no atiene nada que ver con una juventud perdida nuestra. Más bien se trata de que Figari logra convencernos de la validez de su tiempo y espacio con su insistencia pictórica, y hace que una antigüedad extranjera tenga vida para nosotros en la intimidad de sus fragmentos específicos y asimilables. Gracias a él, absorbemos la historia no en anécdotas sino en atmósfera. Uno de estos fragmentos es inolvidable, visto en la secuencia mostrando las espectaculares variaciones del asesinato de Facundo Quiroga, el héroe de la clásica biografía de Sarmiento, “el caudillo de feroz esplendor” según la frase de Mitre, que aún inflama el genio lírico criollo – el mismo Facundo que viajó hacia la muerte en  el buen poema de Jorge Luis Borges, montado en la caja de una diligencia. Figari lo plasma en una agitación de espuma y cascos de caballos desparramados por el pasto de la pampa, el coche detenido, el cochero tendido sobre las riendas. El cielo es un ocaso tormentoso, pesadas nubes verdes cobijando la sangrienta acción del atardecer. Es casi cinematográfico. Uno puede fácilmente imaginarse la secuencia siguiente, la noche de la llanura ventosa con la viruta de los copos de algodón girando alrededor de la luna ácida, un perro solitario aullando, el solitario jinete en huida de la ubicua soledad del asesinato que se enfría.
         La luz preferida de Figari es el alba, el atardecer o la de luna, una tenue vibración crepuscular, cuyos crudos verdes-blancos y acres azules son los sólidos indicadores del poroso tronco de árbol o la pared del rancho. Le gustaba una hora del día sin sombras, o la pálida luz de una linterna dando un leve alivio a los bailarines en muselinas en el patio blanqueado, o bajo el mudo brillo de naranjos oliva en  el verde salvia del bosque de eucaliptus.
         Ha sido comparado con Constantin Guys, pero quizá un norteamericano pensaría en él más como un Prendergast, su contemporáneo. Ambos buscaron una vibración de mosaico de las texturas, valores cercanos, color textil y superficie polvorienta. A medida que su obra nos vaya siendo revelada, nos estarán mostrando un ejemplo más de la poderosa influencia de lo métodos impresionistas, en una región inesperada, y seremos gratificados por un pintor personal y enteramente fresco de un  período que imaginábamos agotado de sorpresas.

Trad FSF